En el presente mes se ha conmemorado un nuevo
aniversario del 21 de julio de 1946, día en que el presidente Gualberto
Villarroel y algunos de sus colaboradores fueron cruelmente asesinados y
colgados en la plaza Murillo. La personalidad del teniente coronel
Villarroel ha quedado grabada en el corazón de nuestro pueblo. Su
carisma, gallardía y, sobre todo, su gran simpatía por los seres más
desposeídos del país, han determinado que siempre se haya considerado a
su gobierno como uno de los más progresistas y humanos de Bolivia.
Pero la Historia exige que seamos más objetivos con el quehacer de
nuestros anteriores mandatarios y que no nos dejemos llevar sólo por el
atractivo de una noble personalidad. Es menester, además, que nuestra
juventud tenga un conocimiento más cabal de nuestro pasado y que no se
nutra solamente de informaciones parcializadas, devengadas solamente de
un sentimiento romántico.
Cabe señalar al respecto
que en los colegios se ha enseñado por generaciones que el gobierno de
Villarroel fue uno de los más trascendentales de toda la historia
republicana. Pero no se remarcaba que en dicho régimen, en 1944, se
produjeron los crueles fusilamientos de Oruro y los horribles crímenes
de Chuspipata, donde fueron victimados hasta representantes de la
nación, diputados y senadores. Ahora bien, para justificar lo de Oruro y
Chuspipata, se tomaba como base el “espíritu revolucionario”
proveniente de la generación del Chaco, y que se cimentaba en la idea de
reformar el país, aunque sea a costa del atropello de los derechos
humanos y de las instituciones democráticas.
Naturalmente, la concepción histórico-política de esta generación se
asentaba en la exaltación de los gobiernos reformistas, y por ende, en
la denigración de las instituciones burguesas. Las reformas
político-sociales eran las aspiraciones primordiales, y el respeto a los
organismos y leyes del Estado, sólo algo secundario. En consecuencia,
para la educación histórica nacional era permisible que un gobierno
revolucionario violase la Constitución y las leyes, e incluso atentase
contra la vida de los representantes de la nación.
Esta enseñanza tergiversada repercutió en que nuestro pueblo no tuviese
conciencia democrática y, por ello, no tenía reparos en derrocar
gobiernos aunque ellos fuesen respetuosos de las leyes. De este modo, a
partir del desastre del Chaco y por espacio de unos 50 años, se fueron
sucediendo, en general, gobiernos revolucionarios, ya fueran militares o
civiles, cuyo anhelo era reestructurar el país con el fin de
modernizarlo, aunque eso significase el menosprecio de los derechos
humanos y que una buena parte de los bolivianos tuviese que ser
perseguida y desterrada.
Tanto gobierno
revolucionario, lamentablemente, no ha llegado a dar la paz, felicidad y
progreso a los bolivianos. Bolivia continuó siendo el país más pobre
del continente americano junto con Haití. Esta conclusión ha dado lugar a
que por fin se pensara que quizás si todos los bolivianos trabajasen en
conjunto, sin persecuciones ni atropellos, la nación podría repuntar y
salir adelante. Y en efecto, desde 1985, y con una democracia
consolidada, el país ha iniciado un camino hacia el progreso. Pero para
que nuestra democracia quede bien asentada, es necesario erradicar del
sistema educativo ideales revolucionarios provenientes de la generación
chaqueña o de la revolución cubana o de cualquier otro movimiento, donde
se ensalce la violencia, y cambiarlos por otros enfocados hacia la
democracia y la solidaridad.
Nuestra juventud debe
aprender, por lo tanto, que la base de la convivencia humana y
civilizada está en el respeto a las instituciones del Estado y a los
derechos humanos. Se le debe enseñar asimismo que las revoluciones y
transformaciones violentas sólo han servido para crear dolor, pobreza y
odio entre los bolivianos, y que la única forma de alcanzar el anhelado
progreso económico y social es por medio de la solidaridad con el
prójimo y con el trabajo mancomunado y responsable.
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